La primera vez que un hombre me rompió el corazón fue cuando tenía solo siete años. A esa edad, el mundo debería sentirse seguro, lleno de ternura y juegos. Pero para mí fue miedo, silencio y mucha confusión. Era una niña inocente que apenas comenzaba a vivir, sin entender por qué me rechazaban, me gritaban o me alejaban. Su voz, su frialdad, sus golpes, me hicieron creer que algo en mí estaba mal. Que yo no era suficiente. Que mi existencia era una molestia. Crecí sintiéndome invisible y culpable de no ser querida.
Él me decía que lo aburría, que hablaba demasiado, que no quería jugar conmigo, que lo dejara en paz. Lo repetía tanto que terminé creyéndolo. Aprendí a quedarme callada, a no mostrar afecto, a hacerme pequeña para no incomodarlo. Con el paso del tiempo, en mi adolescencia comencé a olvidar partes de mi infancia. Esos recuerdos eran cada vez más borrosos, vacíos en mi memoria. Pero no era olvido, solo era protección. Mi mente solo guardó bajo llave lo que dolía demasiado. Este fenómeno se llama bloqueo de recuerdos traumáticos, es una respuesta natural del cerebro para sobrevivir al dolor constante y al abuso emocional o físico.
No hace falta recordar todos esos momentos para comenzar a sanar. A veces el cuerpo recuerda lo que la mente esconde. Los nudos en la garganta, la ansiedad sin motivo, la tristeza sin explicación… todo habla. Para ello, sanar no es revivir el pasado, es darte permiso para sentir, entender y reconstruirte como persona. Existen terapias que ayudarán a liberar lo que fue reprimido, espacios donde puedes hablar sin miedo, y personas que caminan contigo sin juzgarte. Hoy sé que no era mi culpa. Muchas de nosotras crecimos confundidas entre el amor y la violencia. Pero también sé algo más importante: si es posible sanar.